
Muchas veces cuando se habla de costo social en salud, desde la opinión pública, autoridades, profesionales e investigadores en el área, es para poder tomar decisiones respecto a lo que se debe hacer como sociedad frente a ciertas enfermedades o patologías. Por ello, frecuentemente el costo social, se asocia a indicadores, tales como datos epidemiológicos, recursos disponibles, priorización de atención y cobertura, licencias médicas asociadas, servicios disponibles, etc., que si bien son útiles y necesarios, nos lleva a asociarlo, a datos micro y macroestructurales, en torno a costos y beneficios. Así, pareciera que todos estos indicadores se tradujeran en ecuaciones que permitirían otorgar un mejor servicio y acceso a la salud.
Pero hoy, quisiera hablar de otro costo social, uno que pocas veces entra en dichas ecuaciones y del cual, pocas veces somos conscientes como sociedad. Porque no entran en la fórmula antes descritas, porque no comparten la misma lógica de funcionalidad y rendimiento, pero que es igualmente o más relevante que el anterior.
Si bien los seres humanos tenemos certezas limitadas de muchas cosas en la vida, hay un aspecto del cual sí podemos tener certeza, y esto es, que no existen dos personas iguales en el mundo. Por mucho que uno podría decir que, una persona se parece a otra, nunca va a poder reemplazar todas las características y particulares que ella posee.
Quienes han tenido la experiencia de la paternidad y maternidad, sabrán que nunca un hijo es igual al otro, aún cuando ellos sean mellizos o gemelos y/o se críen en el mismo entorno familiar. La misma experiencia es la que tenemos los profesionales que trabajamos con personas, nunca por ejemplo, un paciente, un alumno, un apoderado, va a ser igual al otro. Y esto, porque si bien, compartimos características similares (unas más que otras), la síntesis y expresión de dichas características, es única e irrepetible. Así, por ejemplo, parte de la experiencia de enamorarnos, es porque hemos encontrado en una persona, algo que no hemos encontrado en nadie más. Lo mismo ocurre con las experiencias de duelo, extrañamos aquello que esa persona era, que si bien sigue presente en nuestros recuerdos, en lo que nos ha dejado, nadie podrá reemplazar. Por eso, el proceso de duelo implica finalmente, poder continuar la propia vida, integrando dicha experiencia, pero nunca negándola o sustituyéndola por otra.
Así, pareciera ser desde esta perspectiva, que como sociedad, no hemos logrado reflexionar en profundidad lo que implica que uno de nuestros integrantes se quite la vida. Rápidamente tendemos a sustituir las funciones que desempeñaba por otra persona y en el peor de los casos, negamos la realidad, desplazando el problema al ámbito privado. Pero ¿qué significa en concreto que esa persona ya no esté?, significa que todos como sociedad, hemos perdido aquello particular y único que esa persona podía aportar. Significa por lo tanto, asumir que no habrá otra persona con su misma forma de mirar, de hablar, de aportar, de reír, de reflexionar, de sentir, de soñar, y en definitiva, de ser, lo cual implica un importante costo para todos nosotros, o dicho en otras palabras, un costo social.
Si este indicador de costos social estuviera en las ecuaciones anteriormente señaladas, no dudo que las políticas en salud serían distintas, y esto, porque se consideraría como mismo costo social, el que se tiene cuando una persona muere por suicidio, como aquél que ocurre cuando alguien muere por un infarto al corazón, un coma diabético o cualquier otro tipo de urgencia médica. Sin embargo, pareciera ser que a algunos les damos el carácter de urgencias médicas, pero al intento de suicidio lo ubicamos en otra categoría. Finalmente, en todos los casos, es una persona, ÚNICA E IRREPETIBE, que ya no estará entre nosotros. Y nosotros, podemos hacer algo para evitarlo. ¡Este es el desafío que nos compete como sociedad!, porque sabemos que en esta situación, TODOS perdemos algo.
Margarita Morandè
Psicóloga Alianza Contra la Depresión
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